¿Cómo sabe el cuervo tantas
historias? Acaso porque es longevo, acaso porque sus fuertes
alas le consienten largos viajes... Dicen que en algún tiempo
tuvieron sus plumas brillantes colores y que los fue
abandonando al descubrir lo efímero de las vanidades y la
puntería de las armas de caza. Por ser sabio siente esa
inclinación de los sabios hacia los trajes negros. Los hombre lo
encuentran inquietante y enigmático. Él conoce a los hombres
mejor que los hombres a él. Y también a los demás seres. Si
alguno pudiera comparársele, sería el buho. Pero tampoco. El
búho es un filósofo y el cuervo es, más bien, un historiador.
Tiene memoria de historiador y recuerda no sólo los grandes
sucesos, sino también las pequeñas anécdotas.
El relato que
sigue lo hizo él en un claro de la fraga donde se había posado
con varios compañeros para devorar los mal enterrados restos de
un recental. El raposo, el lagarto y la urraca estaban oyendo y
esparciendo la narración que hoy conocen y repiten todos los
habitantes del bosque. Puede sospecharse que en este rodar por
tantas lenguas se habrá modificado mucho y acaso haya detalles
inventados después; pero lo que importa es la veracidad
esencial, y de ella no se debe dudar siendo el narrador un
cuervo.
¿Quién otro
lo podía hacer?. El episodio acaeció en el río y los animales de
la fraga ignoran cuanto se relaciona con los moradores del
río. Sólo un enciclopedista, como el cuervo, alcanza a enterarse
de algo de lo que ocurre entre el misterio de las aguas; para
los demás, el río es el camino que se lleva a sí propio y que no
consiente que nadie lo pise y recorra; algo mágico y temible al
que se acercan siempre con recelo. Los habitantes del río, a su
vez, tampoco consiguen saber gran cosa de sus vecinos de la
fraga. Cuando se encuentran juntos, sea en el agua, sea en la
tierra, uno de ellos no vive mucho tiempo.
El río -como un ser humano-tiene rostro y entrañas y sería
locura enjuiciar éstas por la apariencia de aquél. El rostro es
plácido y bello: una lámina tersa y luminosa que ondula en senos
y en meandros; hoy azul, gris mañana; a veces tiene oro en sus
arrugas, como el Sil en sus arenas; a veces al orgullo del cielo
estrellado responde con la vanidad de su faja líquida tachonada
de ilusión de luceros, como un cinturón adornado con brillantes;
a veces, también, quiere copiar la luna, pero siempre le resulta
un poco temblorosa, surcada de bordes indecisos... Bien de luz y
de color, pero mal dibujada.
Desfilan sus aguas entre una doble guardia de abedules, de
álamos, de mimbreras, que en el invierno están firmes como
soldados, presentando las armas de sus ramas desnudas, y en el
verano tienen un toldo bajo el que pasa el río con sus
cuchicheos y su frescor. Entonces sí que nada hay tan hermoso
como su corriente en cuanto pueden ver ojos humanos. Tal como
los galanes envían un beso a una bella con las puntas de los
dedos o tal como las bellas arrojan al galán una flor desde sus
ventanas, así las delgadas ramitas terminales de los árboles
dejan caer sobre el agua una hoja que desciende desde el verde
palio, en la verde penumbra, y gira sobre sí misma y planea y no
permite saber ciertamente si es hoja o mariposa hasta que
asienta su levedad en el río. Y el río la lleva ufanemente en su
cristal y la guarda en los escondrijos que tiene entre los
juncos o la pierde en aquel sobresalto que sufre en la presa del
molino, cuando se siente caer y se alborota y alza bracitos de
espuma para asirse a algo, y sigue después, gruñendo,
acrecentada su rapidez porque cree dejar atrás un peligro y va
asustado todavía.
En los remansos, cerca de los márgenes, las moscas de río,
delgadas y largas, con un patín en cada pie, se impulsan contra
la corriente, para no desplazarse. Alguna rama vieja pasa, rumbo
al mar, arrastrando burbujas como náufragos con cabecitas de
vidrio que se agarrasen a un árbol.
Éste es el rostro. En las entrañas alberga seres animados por
las dos condiciones inherentes a los que en el agua viven, la
prolijidad y la avidez: las anguilas de múltiples dientes
crueles, la trucha voraz, la sanguijuela que aguarda entre el
fango ocasión para sus borracheras de sangre...
Pero el cuervo no los juzga así o, si los juzga, no lo dice.
Sabe únicamente que todos acatan la ley natural, que las
alimañas del bosque y la fauna diversa del río operan en
círculos tangentes. Y el hombre también, porque allí no le es
posible sentir ese endiosamiento que le lleva a creer que puede
hacer distinguido un lugar sólo con su presencia; por el
contrario, el más renombrado o poderoso, al encontrarse a solas
en el campo nota cómo la naturaleza se apodera de él y le
convierte en un transitorio y leve detalle del paisaje, como el
tejón, como el camelio, como a la avispa o al estornino. El
cuervo cree que nada es malo dentro de la ley natural, porque
todo es preciso y concatenado en la lucha por la vida. El
insecto que vuela cerca del agua es devorado por la trucha, la
trucha perece entre los dedos del rapaz aldeano que entró
desnudo en la corriente, y de las piernas de ese rapaz extrae
glotonamente unos buches de sangre la sanguijuela.
Si lo que
el cuerpo contó suscitó interés y regocijo y corrió de lengua en
lengua, fue porque el hecho que motivó el episodio violaba
precisamente la ley natural.
Fue
como va a saberse.
El
señor D´Abondo decidió dedicar a la pesca algunas de sus horas
vacías.
Se
pertrechó, bajo el Mero -que así se llama el río- y dedicose a
buscar en sus márgenes el lugar más conveniente para la
empresa. Creyó encontrarlo junto a un grupo de abedules de
plateada corteza, que le permitía disimularse y no alarmar a los
peces. Sentose, distribuyó sus trebejos, armó la caña, y unos
minutos después, sobre el agua oscura, revolaba graciosamente el
anzuelo, con esos giros y esos borneos que saben imprimirle los
buenos pescadores especializados.
Una trucha pequeñita lo vio y salió como una flecha a contárselo
a las demás. Todas se sintieron contentas.
Incurrirá en error quien suponga que la trucha ignora los
ardides del hombre. La listeza de la trucha es un tópico entre
nosotros y muchas veces nos sirve de paradigma, pero sin que
sepamos aproximadamente hasta dónde puede llegar.
Acaso millones y millones de seres humanos se asombren en su
egocentrismo, si se les informa que la trucha es un animal
deportista. Y, sin embargo, es una verdad más exacta que otras
muchas verdades en las que creemos a pies juntillas. En la pesca
hay un deportista -el hombre- en la ribera, y otro deportista
-la trucha- en el agua. Cada uno de esos seres practica un
deporte que no se parece al del otro; el del hombre con la
caña es soso, tranquilo, cachazudo; el de la trucha es
apasionante, peligroso, dinámico. Su juego consiste en coger el
saltamontes o la mosca sin quedar cruelmente retenida por el
sutil garfio del anzuelo. Su goce es infinitamente más grande
que el del pescador, porque el riego lo subraya. Pensaréis que
parece muy poca cosa un saltamontes para merecer que se
arriesgue por él la vida. Para un hombre sí. Pero si vuestra
opinión ha de ser tenida en cuenta en este asunto , será preciso
que discurráis como una trucha, no como un hombre. Mas aunque no
lo hicieseis así, os bastará recordar que en el deporte no se
busca una utilidad inmediata y directa. Los hombres mismos, ¿no
hallan placer en los saltos con pértiga o con esquí? ¿No juegan
su vida marchando a velocidades increíbles sin alcanzar más que
una copa de plata -de baja aleación- que para nada sirve? Bien
sabe la trucha que puede estar la muerte al extremo de aquel hilo
que pende sobre el agua; pero el alpinista no ignora que también
puede encontrarla en su ascensión, y el boxeador en el ring,
y el carrerista en un recodo, y el caballista y el remero y el
aviador y el que cruza a nado un canal o un estrecho...¿Es que
se cree que la trucha salta nada más que por comer la
mosca?...¿Qué falta le hace a ella una mosca para comer?
Precisamente hace más de un mes que Esmorís no se detenía con su
caña en las orillas del río y que Fuco no entraba desnudo en el
agua para apresar con hábil mano las truchas que jugaban con él
al escondite entre las piedras. Había crecido en ese tiempo el
ansia del difícil y ennoblecedor ejercicio. La bandada se
dirigió alegremente hacia el lugar denunciado por su compañera.
Iban allí truchas que habían alcanzado muchos premios y truchas
que envidiaban su reputación y se disponían a superarla, y
truchas que aspiraban a saltar por primera vez, y truchas que no
pensaron nunca en intervenir en el juego, pero que, grandes
aficionadas a él, acudían a presencias sus incidencias. Algunas
partieron, como leves rayos de sombras en el agua, a avisar a
campeones que se hallaban lejos, río abajo, y al pasar difundían
la noticia de la fiestas por todo el vientre del río.
Hasta que allí donde el espejo liquido reflejaba el grupo de
abedules, y aún más allá, se reunió una bandada abundante,
oculta con cautela en la sombra de las sombrillas, entre las
raíces de los árboles que tocaban el fondo, entre la
maraña de hierbas acuáticas que la corriente peinaba o asomando
la cabeza entre los pedruscos redondeados del cauce. La
emulación, el ardimiento, la curiosidad y el ansia de una
muchedumbre de actores y espectadores de una olimpiada
encontrábanse allí.
"¡Bella reunión!", reconoció una anguila, alejándose, porque las
anguilas son más apáticas y no les gusta nada saltar.
Cerca de cuatrocientos ojos redondos elevaron sus miradas hasta
más allá de la superficie. ¿Y qué vieron entonces?. Vieron,
naturalmente, la caña y el hilo, pero en el extremo de éste, el
insecto más original y atractivo que habían contemplado nunca:
su esbelto trazo era como de oro y tenía una pelusa verde y roja
y azul...¿Leve plumilla o pelos de colores?...No se veía bien
porque no se estaba quieto. Fuese lo que fuese, aparecía
magnífico, tan arrobador que todas las truchas -las grandes, las
pequeña, las gordas, las flacas, las asalmonadas y las vulgadas-
abrieron la boca y dejaron salir una burbujita de aire, lo que
hacen siempre que quieren exclamar: "¡Oh!".
Los comentarios se esparcieron; todos convenían en que si aquel
insecto maravilloso que volaba sobre el río fuese al paladar lo
que a los ojos, no podía haber bocado tan exquisito en el
mundo. Las truchas más viejas declararon no haber conocido
nunca nada igual.
Enardecida por la gloria que entrañaba tal presa, una trucha
joven dio un brinco mal calculado. Fue la señal. El equipo de
deportistas se desparramó para tomar cada una la posición que le
pareció más ventajosa.
Otra trucha, fina y larga, con esa elegancia de las
yolas, avanzó, clavada la mirada en el extraño bicho que
evolucionaba apenas a un palmo de la superficie, y en rápido y
certero cálculo de la oportunidad, disparó el resorte de su
energía, apoyose en el liquido, como en un trampolín y su
impulso la elevó y la lanzó al aire, con el cuerpo doblado en
una curva graciosa.
Ondas concéntricas alteraron la trasparencia del agua.
Los peces esperaban inmóviles. Pero la trucha no volvió entre
ellos. Cuando cesó el temblor en la superficie, ya no vieron la
caña, ni el insecto, ni el pez. Las ondas se alejaban
insensiblemente amplias -grises y blancas- en busca de orillas.
Una nueva deportista remontose también hacia el cielo
contorsionándose. Los compañeros que la miraban desde el seno
fluvial recibían la impresión de que se había hecho pájaro y
volaba. Y éste era uno de los encantos del juego. Había que
saber soportar el tirón, en caso de desgracia, sin
descomponerse, sin perder la actitud, y aun con dolor del
garfio en las fauces, colear brillantemente, ondeando el húmedo
cuerpo, procurándole aspectos y reflejos magníficos bajo el sol.
Así ,entre los hombres, el gladiador que elegía para morir
una bella postura.
El entusiasmo de las truchas no se enfrió con la adversidad y
perseveraron en sus intentos.. La fiesta duró hasta poco antes
de que el río comenzase a exhalar su blanco aliento de los
anocheceres. En la orilla verdosa, el señor D´Abondo, orgulloso
de su habilidad, recontó sus víctimas, cubrió el cestillo de
de mimbres con hojas de helechos, desarmó la caña y regresó
victoriosamente al pazo.
Aquella noche no pasó más.
Pero desde el alba, cuando ya las truchas comienzan a buscar su
alimento, no se habló en toda la corriente del río, sino de la
Gran Prueba de la víspera y de los espléndidos atractivos del
cebo: de aquella mosca extraña que salía incólume de todos los
ataques. Muchas truchas se pusieron en marcha desde muy lejos y
salvaron las presas de diversos molinos para estar presentes si
la fiesta se repetía. La vieja Trut, un ejemplar de kilo y
medio, de tan copiosa descendencia que en el Mero y en el Barcés
casi todos estaban emparentados con ella, se rió desdeñosamente.
Dijo que las truchas de ahora no sabían saltar, que eran
incapaces de dar, ya en el aire, ese quiebro que permite
llevarse la mosca sin rozar el anzuelo; que el lindo bichejo al
que tanto alababan no pasaría de ser una de esa libélulas que no
tienen nada que comer, y en fin, que ella , la vieja Trut, no
pensaba molestarse en ir hasta los meandros de Cecebre.
Hacía
mucho tiempo que vivía en un solitario lugar cuyas orillas
asombraban los mimbres y en cuyas profundidades las piedras, el
fango y la vegetación enmarañada le asegura tranquilidad. Su
reputación de cazadora expertísima estaba bien ganada. Las cañas
de todos los trucheros de la comarca se inclinaron sobre ella
sin conseguir nunca llevarla hasta el césped de las orillas. Los
pescadores la citaron muchas veces al intercambiar sus
historias, atribuyéndole un peso que estaba lejos de tener. "He
visto una trucha de cinco kilos"..., decían. Y también: "La tuve
casi presa, pero se me escapó". Esto ya era verdad. Trut había
sufrido más de cien accidentes al saltar sobre el cebo, aunque
siempre lograba -suerte o casualidad- desprenderse. Dos años
atrás estuvo enferma de cuidado cuando al juez municipal se le
ocurrió pescar con cloruro. Entonces se quedó como sin sentido,
asfixiada, y marchó a la deriva, inconsciente, casi a flor de
agua, hacia donde esperaban los hombres con los trueles de largo
mango. Gracias a que encalló en una mata de juncos y quedó allí,
invisible, se pudo salvar, pero tardó largo tiempo en
reponerse.
Relámpagos de sombra estuvieron cruzando el río toda la mañana y
hasta bien entrada la tarde, porque nadie quería faltar a la
fiesta y se anhelaba ser testigo o actor de las hazañas
memorables que habían, sin duda, de ocurrir. Hasta los diminutos
alevines acudían en bandadas, casi transparentes, incapaces aún
de proyectar una sobre en el légamo.
La
esperanza general no fue defraudada. El señor D´Abondo,
engolosinado con el éxito de la víspera, acudió a las tres y
diez minutos a parapetarse tras del grupo de abedules, y muy
poco después el insecto maravilloso, pendiente del hilo de la
caña, iniciaba atrayentes evoluciones sobre la superficie. Hubo
unos minutos de expectación.
En seguida
se reanudaron las pruebas.
¡Triste
fecha en los anales del río!. Un campeón de más de una libra,
perteneciente al equipo de la ribera de San Julián de Bribes,
fue arrebatado para no volver nunca más a las verdosas aguas
ensombrecidas. Otro afamado saltarín -seiscientos veinte gramos-
del equipo de Orto corrió igual lacrimógena suerte. Media docena
de truchas jóvenes viéronse también en la abrasadora atmósfera,
en el fondo del cesto, en esa agonía que para los peces es como
una borrachera de oxígeno.
La
melancolía nublaba ya el placer del deporte. Los jugadores iban
y venían, antes de decidirse a saltar, secretamente preocupados
por las dificultades de la empresa, y el tropel acuático sentía
el pesar de haber perdido tantos héroes. Las aguas les parecían
más frías y más oscuro el cielo que veían a su través. Se abrió
una pausa de inacción. el insecto prodigioso agitábase, ora
rozando la corriente, otra elevándose, en amplias curvas, en
giros desafiadores, como en reto a los dientes menudos y a los
cuerpos elásticos de los que le acechaban.
Y he
aquí que hubo un remolino silencioso en el vientre de las aguas.
Algo acercábase impetuosamente, pero antes de que fuese visto
llegó el rumor de la muchedumbre: "¡Ahí viene! ¡Aquí está!"...Y
la vieja Trut rauda, impresionante, apareció, río abajo, con tal
aspecto que las bandadas se apretaron contra las orillas para
dejar libre a su nado toda la extensión del cauce.
Pasó,
mirando a lo alto, sin que pareciese reparar en sus compañeras.
Sus agallas se dilataban, su cuerpo iba recto y poderoso, como
un navío de guerra: en la boca cruel había fugitivos
estremecimientos.
Volvió a subir y volvió a bajar. Y de pronto, el resorte
poderoso de su músculos la lanzó sobre la superficie. Cuando se
remontó, el río pareció quedarse vacío. Nadie se movió. Fue un
instante único, que no se puede comparar ni a aquel otro en que
la gorda Flot, con sus cuatro kilos alrededor de la espina, se
debatió largamente contra sus aprehensores -dos años atrás- en
una lucha en la que hubo más truculencia que deporte. Ahora toda
la población fluvial estaba pendiente del empeño de su
veterana...Hubo en el aire un debatimiento angustioso... Trut
volvió a caer, abriendo las aguas con estrépito, en grandes
círculos. Cayó torpemente, como pudo, de costado y haciendo: ¡plaff!.
Las imágenes de los árboles temblaron en el espejo líquido, como
si una risa silenciosa los sacudiese. Trut corrió a ocultarse
entre las piedras. Iba enloquecida. Sangraba por su boca
desgarrada y tenía un gesto de espanto y de dolor.
Las bandadas se sobrecogieron. El fango se elevó en una
nubecilla de bistre que fue luego posándose lentamente, y
entonces Trut abandono su escondite y remontó el caudal.
Corrieron tras ella.
-¿Qué ha sido? ¿Que ha sido?
Respondió con dificultad. Le
faltaban seis dientes.
-¡Al diablo con el bicho
ese!...¡Es de alambre!
Llegaron más truchas:
-¿Qué pasa?
-¡Es una mosca de alambre!
-¿Toda de alambre?
-Sí, toda de alambre. Trut lo
ha dicho.
-¡Oh, nunca había ocurrido
nada igual!...Las truchas del Mero no se parecen a las de
los ríos que prefieren los pescadores turistas, acostumbrados a
trucos, y artefactos, y a modas, y a técnicas y a novedades.
Ellas no son más que truchas aldeanas que no conocen sino la
buena fe propia y la buena fe del truchero Esmorís, que las
busca para venderlas en la ciudad y utiliza los medios clásicos,
según le enseñó su padre, y a su padre, su abuelo. Aman, sobre
todo, lo que se llama el "juego limpio", y se creen con derecho
a exigirlo, sin duda con razón, porque, como ellas dicen, para
algo arriesgan la vida. Si ellas se exponen a ser comidas, es
natural que en el anzuelo haya algo de puedan devorar a su vez.
Hasta que
D´Abondo adquirió en La Coruña una cajita que contenía las
bellas moscas de alambre, nunca nada igual había sustituido a
los insectos naturales en los anzuelos de los pescadores
del río Mero. Ahora se podrá comprender la impresión
causada por esta trasgresión de lo que, más que una norma,
parecía un pacto al que los siglos había dado tradición y
firmeza.
Por
todo el Mero navegó la noticia y levantó onda de escándalo.
Hasta las anguilas desaprobaron el feo ardid. Después de oir a
Trut, sus acompañantes se irritaron. ¿Era correcto aquello?
¿Venir a engañas así a la gente...! Algunas truchas regresaron
al lugar sobre el que aún revolaba el insecto brillante.
-¡No salteis! -Avisaron a sus
camaradas -¡Es una estafa indigna!.
Y se retiraron todos los
equipos.
El señor D´ Abondo dio por terminado la sesión. El botín
resultaba aún más abundante y suculento que el de la víspera.
Rebosaba el cestillo de mimbres. En el pazo atormentó a
parientes y a criados narrando detalles de su pesca.
Naturalmente, volvió al nuevo día.
Pero entonces ni el más insignificante de los peces saltó hacia
su anzuelo. Las truchas, reunidas, pasaron por allí, en
manifestación de protesta, sin que ninguna de ellas dirigiese
siquiera una mirada al falso insecto que trazaba los más
elegantes giros a unos milímetros de la parda superficie.
D´Abondo no las vio, porque el espejo del agua se lo impedía.
Fue un desfile mudo e impotente. Trut, con la boca hinchada,
iba, hosca y terrible, a la cabeza.
Herido en su amor propio, extrañado por el brusco cambio de la
suerte. D´Abondo insistió. Volvió por las mañanas y por
las tardes. Pero ya nunca logró pescar...
Una vez en que, por desesperación o por descuido, dejó
hundirse en el río su mosca de alambre, el anzuelo quedó preso
en las hierbas acuáticas y él estuvo mucho tiempo dando
tirones para rescatarlo. Entonces acudieron muchas truchas a
completar de cerca la bella ficción de insecto, y en esto se
entretenían cuando Trut avisada llegó.
Los que la conocían pudieron adivinar desde el primer instante
que había concebido un plan. Y así era. Fue, vino, rebuscó un
momento en el fango, dio órdenes y, obedeciéndolas,
mientras algunas truchas desprendían con cuidado el
anzuelo, otras traían y enganchaban en él una vacía lata
de sardinas que desde hacía tiempo se oxidaba en aquel
lugar, en el fondo del río. D´Abondo tiró y el viejo despojo,
goteando agua turbia, se remontó con el anzuelo.
-¡A moscas de
acero, peces de hojalata! -murmuró Trut cuando la burlesca presa
desapareció , extraída por la caña.
Y
todas las truchas se rieron con su risa inaudible.
"¡Chaff!"
, hizo de pronto algo. Y se escaparon. Pero no era más que la
caja vacía que el hidalgo volvía a arrojar al agua. Balanceose,
navegó un poco y luego se hundió con su metálico reflejo
amarillo.